31/1/11

El rincón de las palabras (31 de enero de 2011)


Para empezar amorosamente la semana:

Fábricas del amor
Juan Gelman


Y construí tu rostro.
Con adivinaciones del amor, construía tu rostro
en los lejanos patios de la infancia.
Albañil con vergüenza,
yo me oculté del mundo para tallar tu imagen,
para darte la voz,
para poner dulzura en tu saliva.
Cuántas veces temblé
apenas si cubierto por la luz del verano
mientras te describía por mi sangre.
Pura mía,
estás hecha de cuántas estaciones
y tu gracia desciende como cuántos crepúsculos.
Cuántas de mis jornadas inventaron tus manos.
Qué infinito de besos contra la soledad
hunde tus pasos en el polvo.
Yo te oficié, te recité por los caminos,
escribí todos tus nombres al fondo de mi sombra,
te hice un sitio en mi lecho,
te amé, estela invisible, noche a noche.
Así fue que cantaron los silencios.
Años y años trabajé para hacerte
antes de oír un solo sonido de tu alma.

"La dama del perrito" de Anton Chéjov


Tal como lo prometí hoy en "En busca del cuento perdido", comparto el cuento de Chéjov:


UNO

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.

Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».

«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.

Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.

La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.

Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.

Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.

La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.

-No muerde -dijo, y se sonrojó.

-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?

-Cinco días.

-Yo llevo ya quince aquí.

Un corto silencio siguió a estas palabras.

-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.

-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!

Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...

De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.

También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.

Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.

«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.

El cuento sigue en: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/senyora.htm

Y más información sobre Chéjov en www.enbuscadelcuentoperdido.imer.gob.mx

19/1/11

El rincón de las palabras (20 de enero de 2011)


Ana Ajmátova

"Requiem" (fragmentos)


No, no bajo un extraño firmamento,
ni bajo el amparo de extranjeras alas —
estuve entonces con mi pueblo,
donde mi pueblo, por desgracia, estaba.


EN LUGAR DE UN PRÓLOGO

En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me «reconoció». Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todos en voz baja):
— ¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije:
— Puedo.
Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.

DEDICATORIA

Las montañas se doblan ante tamaña pena
y el gigantesco río queda inerte.
Pero fuertes cerrojos tiene la condena,
detrás de ellos sólo «mazmorras de la trena»
y una melancolía que es la muerte.

Pero quién sopla la brisa ligera,
para quién es el deleite del ocaso —
Nosotras no sabemos, las mismas por doquiera,
sólo oímos el odioso chirriar de llaves carceleras
y de soldado el pesado paso.

Nos levantamos como para la misa de madrugada,
caminábamos por la ciudad incierta,
para encontrar una a la otra, muerta, inanimada,
bajo el sol o la niebla del Neva más cerrada,
mas la esperanza a lo lejos canta cierta…

La sentencia… y las lágrimas brotan de repente,
ya de todo separada,
como arrancan la vida al corazón, dolorosamente,
como si hacia atrás la derribaran brutalmente,
pero marcha… vacila… asilada…

¿Dónde están ahora aquellas compañeras del azar,
de mis años de infierno desnudo?
¿En la borrasca siberiana cuál es su soñar,
qué imaginan en el círculo lunar?
A vosotras os envío mi adiós y mi saludo.


INTRODUCCIÓN

Esto fue cuando el que muerto estaba
sólo sonreía, de su paz alegrado.
E inútil, colgante, columpiaba
junto a sus prisiones Leningrado.

Y cuando de tormento enloquecido
el condenado al regimiento marchaba,
y una corta cantinela de despido
el silbido de los trenes cantaba.

Las estrellas de la muerte constante,
Rusia inocente de dolores repleta
debajo de aquellas botas sangrantes
y las ruedas de las negras furgonetas.

1

Al alba te llevaron,
como a un entierro tras de ti mi salida,
en la oscura alcoba los niños lloraron,
ante el santo quedaba la vela derretida.

En tus labios el frío de un icono.
Sudor de muerte en la frente no olvido.
Como las mujeres de Streliezki pregono
bajo las torres del Kremlin mi alarido.

...................................


EPÍLOGO

1

Vi cómo los rostros se ajan fácilmente,
cómo bajo los párpados el miedo brilla,
cómo — escritura acuñada — duramente
el sufrimiento se inscribe en las mejillas,

cómo rizos negros y rubicenizos
de pronto de plata tienen su color,
la sonrisa se marchita en los labios sumisos
y en la risita seca se estremece el pavor.

Para mí misma sólo no reza mi voz,
sino para las que allí vieron mis ojos,
en el tórrido julio y en el frío feroz,
juntas conmigo bajo el ciego muro rojo.

2

De nuevo se acerca del recuerdo la hora.
A vosotras os veo, os oigo, os siento ahora:
a ti, que llegar a la ventana apenas pudiste
a ti, que no pisaste la tierra en que naciste,
a ti, que, sacudiendo la hermosa cabellera,
dijiste: «Vengo aquí como si a casa fuera».

A todas por sus nombres quisiera evocar,
la lista me arrancaron y ahora dónde buscar.

He aquí una gran manta para ellas tejida
de pobres palabras de ellas oídas.

De ellas me acuerdo siempre y por doquier,
ni en las nuevas desgracias las olvidaré,

y si me amordazan la boca de tormento atrita,
por la que un pueblo de cien millones grita,

que sea posible que ellas en su pensar me eleven
en la víspera del día que a la tierra me lleven.

Y si en este país en un cierto momento
tienen la idea de hacerme un monumento,

acepto que este homenaje me advoquen,
pero sólo a condición — que lo coloquen

no junto al mar donde vine a nacer:
los últimos lazos con el mar desgarré,

ni en el parque junto al tronco venerable,
donde me busca la sombra inconsolable,

sino aquí ante las puertas donde estuvieron
mis pies trescientas horas y no me abrieron.

Porque temo en la muerte de dicha consueta,
olvidar el tronar de las negras furgonetas,

olvidar la odiosa puerta de golpe cerrada,
y el grito de la anciana como bestia lanceada.

Y ojalá en los pétreos párpados sin vida
como lágrimas corra la nieve fundida,

y la paloma de la cárcel arrulle en tierra nueva,
y en silencio naveguen las naves por el Neva.

(Fragmentos tomados de Ana Ajmátova, “Réquiem” en Réquiem y otros poemas, Trad. José Luis Reina Palazón, Madrid: Mondadori, 1998.
El retrato fue hecho por Amedeo Modigliani)

15/1/11

El rincón de las palabras (15 de enero de 2011)


Néstor Perlongher

"Cadáveres"


a Flores

Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres

En la trilla de un tren que nunca se detiene
En la estela de un barco que naufraga
En una olilla, que se desvanece
En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones
Hay Cadáveres

En las redes de los pescadores
En el tropiezo de los cangrejales
En la del pelo que se toma
Con un prendedorcito descolgado
Hay Cadáveres

En lo preciso de esta ausencia
En lo que raya esa palabra
En su divina presencia
Comandante, en su raya
Hay Cadáveres

En las mangas acaloradas de la mujer del pasaporte que se arroja
por la ventana del barquillo con un bebito a cuestas
En el barquillero que se obliga a hacer garrapiñada
En el garrapiñiero que se empana
En la pana, en la paja, ahí
Hay Cadáveres

Precisamente ahí, y en esa richa
de la que deshilacha, y
en ese soslayo de la que no conviene que se diga, y
en el desdén de la que no se diga que no piensa, acaso
en la que no se dice que se sepa...
Hay Cadáveres

Empero, en la lingüita de ese zapato que se lía disimuladamente, al
espejuelo, en la
correíta de esa hebilla que se corre, sin querer, en el techo, patas
arriba de ese monedero que se deshincha, como un buhón, y, sin
embargo, en esa c... que, cómo se escribía? c. .. de qué?, mas, Con
Todo
Sobretodo
Hay Cadáveres

En el tepado de la que se despelmaza, febrilmente, en la
menea de la que se lagarta en esa yedra, inerme en el
despanzurrar de la que no se abriga, apenas, sino con un
saquito, y en potiche de saquitos, y figurines anteriores, modas
pasadas como mejas muertas de las que
Hay Cadáveres

Se ven, se los despanza divisantes flotando en el pantano:
en la colilla de los pantalones que se enchastran, símilmente;
en el ribete de la cola del tapado de seda de la novia, que no se casa
porque su novio ha
….........................!
Hay Cadáveres

En ese golpe bajo, en la bajez
de esa mofleta, en el disfraz
ambiguo de ese buitre, la zeta de
esas azaleas, encendidas, en esa obscuridad
Hay Cadáveres

Está lleno: en los frasquitos de leche de chancho con que las
campesinas
agasajan sus fiolos, en los
fiordos de las portuarias y marítimas que se dejan amanecer, como a
escondidas, con la bombacha llena; en la
humedad de esas bolsitas, bolas, que se apisonan al movimiento de
los de
Hay Cadáveres

Parece remanido: en la manea
de esos gauchos, en el pelaje de
esa tropa alzada, en los cañaverales (paja brava), en el botijo
de ese guacho, el olor a matorra de ese juiz
Hay Cadáveres

Ay, en el quejido de esa corista que vendía "estrellas federales"
Uy, en el pateo de esa arpista que cogía pequeños perros invertidos,
Uau, en el peer de esa carrera cuando rumbea la cascada, con
una botella de whisky "Russo" llena de vidrio en los breteles, en ésos,
tan delgados,
Hay Cadáveres

En la finura de la modistilla que atara cintas do un buraco hubiere
En la delicadeza de las manos que la manicura que electriza
las uñas salitrosas, en las mismas
cutículas que ella abre, como en una toilette; en el tocador, tan
...indeciso..., que
clava preciosamente los alfiles, en las caderas de la Reina y
en los cuadernillos de la princesa, que en el sonido de una realeza
que se derrumba, oui
Hay Cadáveres

Yes, en el estuche de alcanfor del precho de esa
¡bonita profesora!
Ecco, en los tizones con que esa ¡bonita profesora! traza el rescoldo
de ese incienso;
Da, en la garganta de esa ajorca, o en lo mollejo de ese moretón
atravesado por un aro, enagua, en
Ya
Hay Cadáveres

En eso que empuja
lo que se atraganta,
En eso que traga
lo que emputarra,
En eso que amputa
lo que empala,
En eso que ¡puta!
Hay Cadáveres

Ya no se puede sostener: el mango
de la pala que clava en la tierra su rosario de musgos,
el rosario
de la cruz que empala en el muro la tierra de una clava,
la corriente
que sujeta a los juncos el pichido – tin, tin... – del son-
ajero, en el gargajo que se esputa...
Hay Cadáveres

En la mucosidad que se mamosa, además, en la gárgara; en la también
glacial amígdala; en el florete que no se succiona con fruición
porque guarda una orla de caca; en el escupitajo
que se estampa como sobre en un pijo,
en la saliva por donde penetra un elefante, en esos chistes de
la hormiga,
Hay Cadáveres

En la conchita de las pendejas
En el pitín de un gladiador sureño, sueño
En el florín de un perdulario que se emparrala, en unas
brechas, en el sudario del cliente
que paga un precio desmesuradamente alto por el polvo,
en el polvo
Hay Cadáveres

En el desierto de los consultorios
En la polvareda de los divanes "inconcientes"
En lo incesante de ese trámite, de ese "proceso" en hospitales
donde el muerto circula, en los pasillos
donde las enfermeras hacen SHHH! con una aguja en los ovarios,
en los huecos
de los escaparates de cristal de orquesta donde los cirujanos
se travisten de ''hombre drapeado",
laz zarigueyaz de dezhechoz, donde tatúase, o tajéase (o paladea)
un paladar, en tornos
Hay Cadáveres


En las canastas de mamá que alternativamente se llenan o vacían de
esmeraldas, canutos, en las alforzas de ese
bies que ciñe – algo demás – esos corpiños, en el azul Iunado del cabe-
llo, gloriamar, en el chupazo de esa teta que se exprime, en el
reclinatorio, contra una mandolina, salamí, pleta de tersos caños...
Hay Cadáveres

En esas circunstancias, cuando la madre se
lava los platos, el hijo los pies, el padre el cinto, la
hermanita la mancha de pus, que, bajo el sobaco, que
va “creciente”, o
Hay Cadáveres

Ya no se puede enumerar: en la pequeña “riela” de ceniza
que deja mi caballo al fumar por los campos (campos, hum…),o por
los haras, eh, harás de cuenta de que no
Hay Cadáveres

Cuando el caballo pisa
los embonchados pólderes,
empenachado se hunde
en los forrajes;
cuando la golondrina, tera tera,
vola en circuitos, como un gallo, o cuando la bondiola
como una sierpe “leche de cobra” se
disipa,
los miradores llegan todos a la siguiente
conclusión:
Hay Cadáveres

Cuando los extranjeros, como crápulas, ("se les ha volado la
papisa, y la manotean a dos cuerpos"), cómplices,
arrodíllanse (de) bajo la estatua de una muerta,
y ella es devaluada!
Hay Cadáveres

Cuando el cansancio de una pistola, la flaccidez de un ano,
ya no pueden, el peso de un carajo, el pis de un
''palo borracho", la estirpe real de una azalea que ha florecido
roja, como un seibo, o un servio, cuando un paje
la troncha, calmamente, a dentelladas, cuando la va embutiendo
contra una parecita, y a horcajadas, chorrea, y
Hay Cadáveres

Cuando la entierra levemente, y entusiasmado por el su-
ceso de su pica, más
atornilla esa clava, cuando "mecha"
en el pistilo de esa carroña el peristilo de una carroza
chueca, cuando la va dándola vuelta
para que rase todos.. . los lunares, o
Sitios,
Hay Cadáveres

Verrufas, alforranas (de teflón), macarios muermos: cuando sin...
acribilla, acrisola, ángeles miriados' de peces espadas, mirtas
acneicas, o sólo adolescentes, doloridas del
dedo de un puntapié en las várices, torreja
de ubre, percal crispado, romo clít ...
Hay Cadáveres

En el país donde se yuga el molinero
En el estado donde el carnicero vende sus lomos, al contado,
y donde todas las Ocupaciones tienen nombre….
En las regiones donde una piruja voltèa su zorrito de banlon,
la huelen desde lejos, desde antaño
Hay Cadáveres

En la provincia donde no se dice la verdad
En los locales donde no se cuenta una mentira
–Esto no sale de acá–
En los meaderos de borrachos donde aparece una pústula roja en
la bragueta del que orina-esto no va a parar aquí -, contra los
azulejos, en el vano, de la 14 o de la 15, Corrientes y
Esmeraldas,
Hay Cadáveres

Y se convierte inmediatamente en La Cautiva,
los caciques le hacen un enema,
le abren el c... para sacarle el chico,
el marido se queda con la nena,
pero ella consigue conservar un escapulario con una foto borroneada
de un camarín donde...
Hay Cadáveres

Donde él la traicionó, donde la quiso convencer que ella
era una oveja hecha rabona, donde la perra
lo cagó, donde la puerca
dejó caer por la puntilla de boquilla almibarada unos pelillos
almizclados, lo sedujo,
Hay Cadáveres

Donde ella eyaculó, la bombachita toda blanda, como sobre
un bombachón de muñequera como en
un cáliz borboteante - los retazos
de argolla flotaban en la "Solución Humectante" (método agua por
agua),
ella se lo tenía que contar
Hay Cadáveres

El feto, criándose en un arroyuelo ratonil,
La abuela, afeitándose en un bols de lavandina,
La suegra, jalándose unas pepitas de sarmiento,
La tía, volviéndose loca por unos peines encurvados
Hay Cadáveres

La familia, hurgándolo en los repliegues de las sábanas
La amiga, cosiendo sin parar el desgarrón de una "calada"
El gil, chupándose una yuta por unos papelitos desleídos
Un chongo, cuando intentaba introducirla por el caño de escape de
una Kombi,
Hay Cadáveres

La despeinada, cuyo rodete se ha raído
por culpa de tanto "rayito de sol", tanto "clarito";
La martinera, cuyo corazón prefirió no saberlo;
La desposeída, que se enganchó los dientes al intentar huir de un taxi;
La que deseó, detrás de una mantilla untuosa, desdentarse
para no ver lo que veía:
Hay Cadáveres

La matrona casada, que le hizo el favor a la muchacho pasándole un
buen punto;
la tejedora que no cánsase, que se cansó buscando el punto bien
discreto que no mostrara nada
– y al mismo tiempo diera a entender lo que pasase –;
la dueña de la fábrica, que vio las venas de sus obreras urdirse
táctilmente en los telares-y daba esa textura acompasada...
lila...
La lianera, que procuró enroscarse en los hilambres, las púas
Hay Cadáveres

La que hace años que no ve una pija
La que se la imagina, como aterciopelada, en una cuna (o cuña)
Beba, que se escapó con su marido, ya impotente, a una quinta
donde los
vigilaban, con un naso, o con un martillito, en las rodillas, le
tomaron los pezones, con una tenacilla (Beba era tan bonita como una
profesora…)
Hay Cadáveres

Era ver contra toda evidencia
Era callar contra todo silencio
Era manifestarse contra todo acto
Contra toda lambida era chupar
Hay Cadáveres

Era: "No le digas que lo viste conmigo porque capaz que se dan
cuenta"
O: "No le vayas a contar que lo vimos porque a ver si se lo toma a
pecho"
Acaso: "No te conviene que lo sepa porque te amputan una teta"
Aún: "Hoy asaltaron a una vaca"
"Cuando lo veas hacé de cuenta que no te diste cuenta de nada
...y listo"
Hay Cadáveres

Como una muletilla se le enchufaba en el pezcuello
Como una frase hecha le atornillaba los corsets, las fajas
Como un titilar olvidadizo, eran como resplandores de mangrullo, como
una corbata se avizora, pinche de plata, así
Hay Cadáveres

En el campo
En el campo
En la casa
En la caza
Ahí
Hay Cadáveres

En el decaer de esta escritura
En el borroneo de esas inscripciones
En el difuminar de estas leyendas
En las conversaciones de lesbianas que se muestran la marca de la liga,
En ese puño elástico,
Hay Cadáveres

Decir "en" no es una maravilla?
Una pretensión de centramiento?
Un centramiento de lo céntrico, cuyo forward
muere al amanecer, y descompuesto de
El Túnel
Hay Cadáveres

Un área donde principales fosas?
Un loro donde aristas enjauladas?
Un pabellón de lolas pajareras?
Una pepa, trincada, en el cubismo
de superficie frívola...?

Hay Cadáveres

Yo no te lo quería comentar, Fernando, pero esa vez que me mandaste
a la oficina, a hacer los trámites, cuando yo
curzaba la calle, una viejita se cayó, por una biela, y los
carruajes que pasaban, con esos crepés tan anticuados (ya preciso,
te dije, de otro pantalón blanco), vos creés que se iban a
dedetener, Fernando? Imaginá…
Hay Cadáveres

Estamos hartas de esta reiteración, y llenas
de esta reiteración estamos.
Las damiselas italianas
pierden la tapita del Luis XV en La Boca!
Las ''modelos" –del partido polaco–
no encuentran los botones (el escote cerraba por atrás) en La Matanza!
Cholas baratas y envidiosas – cuya catinga no compite – en Quilmes!
Monas muy guapas en los corsos de Avellaneda!
Barracas!
Hay Cadáveres

Ay, no le digas nada a doña Marta, ella le cuenta al nieto que es
colimba!
Y si se entera Misia Amalia, que tiene un novio federal!
Y la que paya, si callase!
La que bordona, arpona!
Ni a la vitrolera, que es botona!
Ni al lustrabotas, cachafaz!
Ni a la que hace el género "volante"!
NI
Hay Cadáveres

Féretros alegóricos!
Sótanos metafóricos!
Pocillos metonímicos!
Ex-plícito !
Hay Cadáveres

Ejercicios
Campañas
Consorcios
Condominios
Contractus
Hay Cadáveres

Yermos o Luengos
Pozzis o Westerleys
Rouges o Sombras
Tablas o Pliegues
Hay Cadáveres

– Todo esto no viene así nomás
– Por qué no?
– No me digas que los vas a contar
– No te parece?
– Cuándo te recibiste?
– Militaba?
– Hay Cadáveres?

Saliste Sola
Con el Fresquito de la Noche
Cuando te Sorprendieron los Relámpagos
No Llevaste un Saquito
Y
Hay Cadáveres

Se entiende?
Estaba claro?
No era un poco demás para la época?
Las uñas azuladas?
Hay Cadáveres

Yo soy aquél que ayer nomás...
Ella es la que…
Veíase el arpa...
En alfombrada sala...
Villegas o
Hay Cadáveres

..............................................
..............................................
..............................................
..............................................

No hay nadie?, pregunta la mujer del Paraguay.
Respuesta: No hay cadáveres.




de "Alambres", publicado por Último Reino, 1987. © Herederos de Néstor Perlongher


http://www.literatura.org/Perlongher/npcada.html

14/1/11

Ciudad Juárez

Hace algunos años escribí esto para una exposición sobre los feminicidios de Juárez. Qué horror que siga teniendo vigencia:



uno veinte cien rostros

pesadilla confinada al centro del dolor

no hay aire no hay luz

sólo el alambre que ahoga el encierro

...

uno veinte cien rostros

sudarios tras un muro de silencio

voces de luto que cubren con blanco sus heridas

el desierto es frontera en los cuerpos

miedo tatuado en la piel

nombres perdidos en los labios



uno veinte cien rostros

espirales rotas en mitad de la nada

viento herido polvo de sangre

y el grito de dios que desgarra la noche

.

11/1/11

Bienvenidos al taller

¡Bienvenidos al taller de "En busca del cuento perdido"!

Esta semana - 10 de enero de 2011 - los invito a que me manden un texto de no más de 15 líneas, como siempre, respondiendo en primera persona a la siguiente pregunta: ¿Qué ven cuando se miran al espejo?
Habrá quien se vea en el pasado, o quizás se imagine en el futuro. Habrá quien se vea como le hubiera gustado ser, o como imagina que será algún día. Seguramente me llegarán relatos felices y optimistas, otros soñadores, alguno que otro desencantado, quizás. Cuéntenme una historia a partir de esta pregunta.
No tiene que ser verdad necesariamente, claro; pueden inventar un personaje que se mira al espejo y no cuenta qué es lo que ve. Manden una historia que tengan ganas de compartir con todos nosotros.
Espero sus primeros cuentos del año en nuestro correo electrónico: enbuscadelcuento@imer.com.mx

Lo prometido en "En busca del cuento perdido"

En el programa "En busca del cuento perdido" del 10 de enero, prometí subir enlaces sobre Cesare Pavese. En el blog ya hay algunos poemas. Aquí van las nuevas propuestas:

Un enlace a su diario "El oficio de vivir": http://www.enfocarte.com/3.20/destacado.html

Algunos poemas: http://amediavoz.com/pavese.htm y alguno más.

Una nota muy interesante publicada en El País: http://www.elpais.com/articulo/cultura/Cesare/Pavese/solitario/colinas/elpepucul/20080908elpepicul_1/Tes

10/1/11

El rincón de las palabras (10 de enero de 2011)


Descanse en paz María Elena Walsh.
http://www.pagina12.com.ar/diario/ultimas/20-160193-2011-01-10.html

Como homenaje, comparto con ustedes uno de sus poemas "para grandes"

Balada Triste

Era el otoño y era la llovizna,
la inicial certidumbre del poniente.
Mis pasos desandaban su tristeza
mientras sobre la tierra conmovida
era el otoño y era la llovizna.

En el transcurso de las avenidas
todos los pájaros habían muerto,
y las hojas llovían cautamente
sobre la hierba, cerca de mi sangre,
en el transcurso de las avenidas.

¿Qué llanto conocí, qué desconsuelo
bajo los árboles deshabitados?
Cuando en la fuente se reconocía
un cielo de palomas lejanísimas
qué llanto conocí, qué desconsuelo.

Oh muros de mi sed, aquellos muros
que no sé si existieron a mi lado;
bebí en ellos soledad de siglos,
luz funeraria, fríos alusivos.
Oh muros de mi sed, aquellos muros.

Triste ejercicio el de invadir la niebla
por ámbitos inciertos, declinando.
Atravesé desconocidos puentes
en el amanecer de los faroles.
Triste ejercicio el de invadir la niebla.

Todos los pájaros habían muerto
en el transcurso de las avenidas.
Qué llanto conocí, qué desconsuelo:
era el otoño y era la llovizna,
todos los pájaros habían muerto.

8/1/11

El rincón de las palabras (8 de enero de 2011)


Constantin Cavafis

"Deseos"

Como cuerpos hermosos de muertos sin vejez
que encerraron, con lágrimas, en bellos mausoleos,
rosas a la cabeza, jazmines a sus pies
así parecen ir pasando los deseos,
sin ser cumplidos, sin apenas merecer
una noche de goce, un claro amanecer.




"La ciudad"


Dices: "Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
Y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí".

No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.


http://www.dim.uchile.cl/~anmoreir/escritos/cavafis.html

7/1/11

El rincón de las palabras (7 de enero de 2011)


Cesare Pavese

Los mares del sur


(A Monti)

Caminamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve pacato, con su rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió estar muy solo
—un gran hombre entre idiotas o un pobre loco—
para enseñar a los suyos tanto silencio.

Mi primo habló esta tarde. Me pidió
que subiera con él: desde la cumbre se divisa,
en las noches serenas, el reflejo del distante
faro de Turín. “Tú, que vives en Turín...”
me dijo, “...pero tienes razón. Hay que vivir la vida
lejos del pueblo: se aprovecha y se goza;
luego, al volver después de cuarenta años, como yo,
se encuentra todo nuevo. Las Langas no se pierden”
Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
pero emplea lentamente el dialecto que, como las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos distintos
no han podido mellárselo. Y sube la cuesta
con la misma mirada abstraída que he visto, de niño,
en los campesinos un poco cansados.

Veinte años anduvo viajando por el mundo.
Se fue cuando todavía era yo un niño faldero,
y lo dieron por muerto. Después oí a las mujeres
hablando a veces de él, como en una fábula;
pero los hombres, más reservados, lo olvidaron.

Un invierno, a mi padre ya muerto, le llegó una tarjeta
con una gran estampilla verdosa con naves en un puerto
y deseos de buena vendimia. Causó gran asombro
y el niño más crecido explicó con vehemencia
que el mensaje venía de una isla llamada Tasmania,
rodeada de un mar más azul y feroces escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que en verdad
el primo era pescador de perlas. Y arrancó la estampilla.
Todos opinaron al respecto, mas coincidieron
en que si no estaba ya muerto, pronto moriría.
Luego todos lo olvidaron y pasó mucho tiempo.

Oh, desde que yo jugaba a los piratas malayos,
cuánto tiempo ha pasado. Y desde la última vez
que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en un árbol perseguí a un compañero de juegos,
quebrando hermosas ramas, y le rompí la cabeza
a un rival y también me golpearon,
cuánta vida ha transcurrido. Otros días, otros juegos,
otros sacudimientos de la sangre frente a rivales
más huidizos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado temores infinitos:
una multitud, una calle me han hecho tembla;
un pensamiento, a veces, entrevisto en un rostro.
Siento aún en los ojos la luz burlona
de miles de faroles sobre el tropel de pasos.
Entre otros pocos, mi primo regresó
al terminar la guerra. Y tenía dinero.
Los parientes murmuraban: “En un año, cuando mucho,
se lo come todo y se larga.

Los desesperados mueren así.”
Mi primo tiene un semblante resuelto. Compró una planta baja
en el pueblo y construyó con cemento un taller
con su flamante bomba al frente, para vender gasolina;
y sobre el puente, junto a la curva, un gran letrero.
Luego empleó a un mecánico que le atendía el negocio
mientras él se paseaba por Las Langas, fumando.
Entretanto se casó en el pueblo. Eligió a una muchacha
delgada y rubia, como las extranjeras
que alguna vez encontró por el mundo.
Pero siguió saliendo solo, vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro bronceado;
por la mañana iba a las ferias y con aire socarrón
compraba caballos. Después me explicó,
al fallarle el proyecto, que su plan
había sido suprimir las bestias del valle
y obligar a la gente a comprarle motores.
“Pero la bestia” decía, “más grande de todas
he sido yo al pensarlo. Debía saber
que aquí bueyes y gentes son una misma raza.”

Hemos caminado más de media hora. La cumbre está cercana;
aumenta en torno nuestro el murmullo y el silbar del viento.
Mi primo se detiene de pronto y se vuelve: “Este año
escribiré en el letrero Santo Síefano
siempre ha sido el primero en las fiestas
en el valle del Belbo, aunque respinguen
los de Canelli.” Y sigue subiendo la cuesta.

Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en lo oscuro;
algunas luces lejanas: granjas, automóviles
que apenas se oyen. Y pienso en la fuerza
que devolvió a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo jamás habla de sus viajes.
Dice parcamente que ha estado en tal o cual sitio
y vuelve a pensar en sus motores.
Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: una vez navegó
como fogonero en un barco pesquero holandés, el Cetáceo;
vio volar los pesados arpones al sol,
vio huir ballenas entre espumas de sangre,
perseguirlas, lancear sus colas levantadas.
Me lo contó algunas veces.
Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que han visto la aurora
en las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se levantaba cuando el día ya era viejo para ellos.

1930

http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=55&Itemid=31&limit=1&limitstart=2

6/1/11

El rincón de las palabras (6 de enero de 2011)


Hoy, para seguir celebrando el nuevo año, nace este rinconcito para la poesía

"Las tres palabras más extrañas"

Cuando pronuncio la palabra Futuro,
...la primera sílaba pertenece ya al pasado.
Cuando pronuncio la palabra Silencio,
lo destruyo.
Cuando pronuncio la palabra Nada,
creo algo que no cabe en ninguna no-existencia.


Wislawa Szymborska

20/12/10

Marguerite Yourcenar


Cuentos orientales

http://www.inabima.org/BibliotecaInabima2/Y/Yourcenar,%20Marguerite/Yourcenar,%20Marguerite%20-%20Cuentos%20orientales.pdf

18/12/10

Pequeño homenaje a Alaíde Foppa a través de sus poemas


(Ésta es la versión completa del artículo publicado hoy en El Universal: http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/51020.html)


Un lento silencio
viene desde lejos
y lentamente
me penetra.
Cuando me habite
del todo,
cuando callen
las otras voces
cuando yo sea sólo
una isla silenciosa
tal vez escuche
la palabra esperada.


Hace diez años, cuando conmemorábamos veinte de la desaparición de Alaíde, recibí una de esas llamadas que el destino cruza en nuestro camino y lo transforma. Era de mi amiga Lucero González invitándome a hacer un artículo que recuperara fotografías y recuerdos, que recordara voces y palabras de la intelectual, activista, traductora, poeta y profesora, desaparecida a manos de la dictadura guatemalteca. Fuimos entonces a casa de Laura, a revisar viejos álbumes, a escuchar anécdotas familiares, a desgranar juntas la melancolía de las ausencias.
No sé si el artículo que entonces armamos para el volumen 22 de Debate feminista da cuenta de la fascinación que a partir de ese momento me ató a esta mujer comprometida, risueña, brillante y amorosa; una mujer que hasta antes del encuentro con Laura y Mariana, su hija y una de sus nietas, había sido para mí solamente unos pasos veloces corriendo al salón en que daba clases en la Facultad de Filosofía y Letras, los comentarios de quienes ya habían tomado alguno de sus cursos, y después el dolor y la impotencia de todos al saber de su desaparición. Figura terrible la del “desaparecido” que ya entonces me resultaba a la vez familiar e incomprensible. El no tener un lugar donde esté enterrado nuestro muerto querido, no saber dónde ir a recordarlo o a dejarle flores, es arrancarle a alguien el derecho a su propia muerte, y a quienes nos quedamos de este lado, la posibilidad de cumplir uno de los mínimos rituales de la memoria que nos hacen quienes somos.
La muerte anónima es la consumación del despojo de identidad que se proponen los aparatos represivos; despojo que busca hacer desaparecer el cuerpo y la biografía de cada uno de los seres que entra al infierno. "Porque el crimen radica no sólo en la vejación de los cuerpos, en su aniquilación física, sino, más perverso aún, en dejar a un ser humano sin su propia muerte, en despojarlo de aquello que lo devuelve, paradójicamente, a su condición..." de ser humano". (Forster p.39)
Alaíde salió una mañana en la ciudad de Guatemala hace 30 años. Dicen que, tal vez, fuera al mercado. Dicen que hacía frío esa mañana del 19 de diciembre de 1980. Dicen que murió al tercer día. Torturada. Tenía 67 años.
Lo cierto es que Alaíde es una desaparecida desde hace 30 años. Una más en tierra de violencias y dolores. Una más. La nuestra. Su cuerpo no apareció en las fosas comunes; su figura elegante, esbelta, inquieta nunca fue huesos queridos para que sus hijos acaricien y entierren bajo alguno de los árboles que tanto le gustaban. Por eso es más fuerte el peso de la memoria: porque es nuestro espacio del reencuentro, el que nos habla de su voz y del brillo de sus ojos. Ésos a los que ella les había cantado en Elogio de mi cuerpo, diciendo:

Mínimos lagos tranquilos
donde tiembla la chispa
de mis pupilas
y cabe todo
el esplendor del día.
Límpidos espejos
que enciende la alegría
de los colores.
Ventanas abiertas
ante el lento paisaje
del tiempo.
Lagos de lágrimas nutridos
y de remotos naufragios.
Nocturnos lagos dormidos
habitados por los sueños,
aún fulgurantes
bajo los párpados cerrados.

“Guatemala fue uno de los primeros países en el que la desaparición forzada fue utilizada como herramienta de terror contra la población civil. Cuarenta y cinco mil personas fueron detenidas-desaparecidas en las décadas del conflicto armado. Sus familias los siguen buscando; sólo algunos han aparecido en fosas comunes.”

No sé de dónde viene
el viento que me lleva,
el suspiro que me consuela,
el aire que acompasadamente
mueve mi pecho
y alienta
mi invisible vuelo.
Yo soy apenas
la planta que se estremece
por la brisa,
el sumiso instrumento,
la grácil flauta
que resuena
por un soplo de viento.

Pero ¿qué lenguaje dará cuenta de la tensión entre memoria y olvido, entre el afán de preservar el recuerdo y los intentos de tantos y tantos por borrarlo? Nada más fácil en esta época que apretar la tecla “delete”, para que no quede rastro, para que la historia no nos cuestione ni duela, para que no quede huella que no y que no, como canta Bronco. Si “amnesia” y “amnistía” tienen un origen compartido, rescatar la memoria de su posible caída en el agujero negro del olvido es un gesto a la vez ético y político. “¿Es posible – se pregunta Yosef Yerushalmi – que el antónimo de el olvido no sea la memoria sino la justicia?
Y por la memoria y por la justicia estamos hoy aquí recordando a Alaíde, conversando con ella (que es lo que uno hace cuando lee poesía), preguntándole por el horror de tantos años de ausencia; contra los traficantes de olvido y las afiladas uñas de la tortura. Para contarle que la encontramos en los jardines umbrosos (porque era mujer de sombras que refrescan y sugieren, proponen, seducen, como lo dice Tanizaki), en los ojos brillantes de su nieta, en las marchas con otras del brazo, en las complicidades con aquellas que la quisieron y aún la quieren, claro. Y, sobre todo, en cada uno de las palabras que escribió; tal vez las encontrara en la cama como recuerda Elena Poniatowska en tantos textos entrañables, desgarrada porque hacía versos olvidando – como dice el tango – “que la vida es sólo prosa dolorida que va ahogando lo mejor y abriendo heridas”.
Ay, tampoco suena
ni sube
el nocturno canto
hacia el cielo lejano.
Es una voz sorda
que se ahoga en la garganta,
es un grito callado.
Y si sube,
no es un vuelo
en la noche muda,
es sólo una nube de humo
que se pierde en la sombra.

¿Pero quién era Alaíde? Así lo contaba ella misma y hablaba de su vínculo con América Latina:

"... Nací en Barcelona, Mi padre era argentino y mi madre guatemalteca. Viví poco en Argentina y después en Italia. Mi padre estaba en el servicio exterior. En Italia hice mis estudios hasta secundaria. Fui a Bélgica a cursar el bachillerato y de ahí regresé a Roma donde estudié letras e historia del arte. Mis primeros acercamientos al arte y a la literatura fueron en Italia. Escribí mis primeros poemas en italiano. Mis vinculaciones con América Latina eran muy tenues, por mi formación europea. Guatemala fue el encuentro con la realidad latinoamericana. En ese tiempo, el país estaba desgarrado. Llegué en vísperas de la revolución democrática de 1944; viví en pocos meses ese estado de angustia y opresión que ahora se ha renovado y está cada vez peor. Fue la primera vez que sentí a la gente, el miedo, la angustia, la enorme injusticia social, la pobreza, la explotación del indio. Para mí fue impactante. Comprendí que de alguna manera yo tenía que participar de todo aquello...
Aunque había vivido la segunda guerra en Europa, como extranjera no podía participar. Como mi padre era diplomático, me decía siempre: ‘¡tú no te metas!’.
Habiendo vivido los últimos años del fascismo entre amigos antifascistas, nunca había podido expresarme, mucho menos manifestar mis simpatías en alguna forma. En Guatemala fue diferente. Estuve ahí el 20 de octubre de 1944 cuando estalló la revuelta popular democrática. Hubo bombazos. Oía pasar las balas muy cerca, cosa que no había vivido en Europa. Esta vez no quise quedarme al margen. Fui a ofrecer mis servicios al hospital y la primera noche me la pasé metiendo enfermos debajo de las camas porque bombardearon el edificio. Ahí vi los primeros muertos de mi vida. Comprendí qué tan alejada había vivido de la realidad latinoamericana..."

Y comienza entonces, junto con su marido y después con sus hijos, el fuerte compromiso con este continente marcado por la desigualdad y la violencia. Primero en Guatemala y luego desde México. Compromiso que sellaría con un pacto de sangre. Esa sangre que se llevó a Juan Pablo sumiéndola en la oscuridad del dolor más desgarrador. Y Alaíde fue entonces Hécuba; fuego herido de muerte. Ella que había escrito “Propiciatoria”, el hermoso poema de la maternidad, fue llanto de ceniza: Señor aparta de mi lado las cosas que me hieren:
Lenta y plácida
sea la vida que corre por mis venas,
largos sueños y dulces despertares
me asistan,
escuchen mis oídos voces quedas,
mientras crece en secreto
la criatura.
¡Ay, que el llanto no empañe mi pupila!
Que por furtivo anhelo
no tiemblen mis pestañas,
ni perturbantes fantasmas me llamen,
mientras vive en mi seno
la criatura.
¿Cómo puedo estar triste
si la rama florece?
No empañe su mirada,
antes que se abra,
el velo de mis lágrimas.
El alma no me pertenece.
Mañana,
desprendida de mí
la criatura,
irá libre y ligero
mi imprudente paso,
y sin temores,
podré dejarme lastimar de nuevo.
Pero hoy, Señor,
aparta de mi lado
las cosas que me hieren:
tiende un camino de arena fina
bajo mi pie cansado,
defiende mi soledad tranquila
y pon sobre mi frente
una corona matinal
de pensamientos claros.


Quisiera poder hablar, como la mayor parte de quienes están aquí, de mi cercana relación con Alaíde, de cómo la conocí, de las confesiones que compartimos, de las complicidades que nos unieron a lo largo de los años. Pero soy sólo alguien que busca entre las palabras los vestigios de su paso, las huellas que han quedado en los versos que como murmullos me envuelven algunas madrugadas.
Este cielo nublado
de tempestad oculta
y lluvia presentida
me pesa;
este aire denso y quieto,
que ni siquiera mueve
la hoja leve
del jazmín florecido,
me ahoga;
esta espera
de algo que no llega
me cansa.
Quisiera estar lejos,
donde nadie
me conociera:
nueva
como la yerba fresca,
ligera,
sin el peso
de los días muertos
y libre
ir por caminos ignorados
hacia un cielo abierto.

Alaíde era la mujer del destierro, aunque les contara siempre riéndose a sus hijos que había cambiado de casa más de 50 veces en la vida. Aunque fuera feliz en ese hogar de árboles altos y tierra siempre húmeda. Tenía a pesar de todo la herida del naufragio, del que no ha encontrado dónde hacer que crezcan sus raíces:

Mi vida
es un destierro sin retorno.
No tuvo casa
mi errante infancia perdida,
no tiene tierra
mi destierro.
Mi vida navegó
en nave de nostalgia.
Viví a orillas del mar
mirando el horizonte:
hacia mi casa ignorada
pensaba zarpar un día,
y el presentido viaje
me dejó en otro puerto de partida.
¿Es el amor, acaso,
mi última rada?
Oh brazos que me hicieron prisionera,
sin darme abrigo…
También del cruel abrazo
quise escaparme.
Oh huyentes brazos,
que en vano buscaron mis manos…
Incesante fuga
y anhelo incesante
el amor no es puerto seguro.
Ya no hay tierra prometida
para mi esperanza.

En sus libros: La Sin Ventura, Los dedos de mi mano, Aunque es de noche, Guirnalda de Primavera, Elogio de mi cuerpo, y el último, publicado poco antes de su secuestro, Las palabras y el tiempo, busca, como poeta que era, en las palabras el espacio de pertenencia, allí donde mirarse y reconocer su propio rostro. El prólogo de su amiga Luz Méndez de la Vega a la antología publicada (por la editorial Artemis-Edinter) en el año 2000 en Guatemala, es uno de los pocos estudios que existen sobre la poesía de Alaíde Foppa. ¿Por qué? Tal vez el papel de militante feminista, fundadora de la revista Fem, creadora de la Cátedra de Estudios de la Mujer en la UNAM, etc. etc. opacó uno de sus oficios realizados en la mayor intimidad. Quizás nunca más en carne viva que en un poema, quizás nunca más sola que en las palabras:

Ella se siente a veces
como cosa olvidada
en el rincón oscuro de la casa
como fruto devorado adentro
por los pájaros rapaces,
como sombra sin rostro y sin peso.
Su presencia es apenas
vibración leve
en el aire inmóvil.
Siente que la traspasan las miradas
y que se vuelve niebla
entre los torpes brazos
que intentan circundarla.
Quisiera ser siquiera
una naranja jugosa
en la mano de un niño
-no corteza vacía-
una imagen que brilla en el espejo
-no sombra que se esfuma-
y una voz clara
-no pesado silencio-
alguna vez escuchada

Propongo que recordemos a Alaíde, a 30 años de su desaparición, con una nueva antología de sus textos poéticos. Porque bien lo sabía ella, traductora de Paul Eluard o de Michelangelo Buonarotti, es allí, en sus palabras donde esta el rostro más auténtico y entrañable de los poetas.

Dices que es tarde,
¿para qué?
El tiempo
no lo mide el sol
ni se lo lleva el viento.
Mira cómo lo gastan
tus manos
sin darse cuenta.

Nunca será tarde para encontrar a Alaíde en las páginas de sus libros. ¿Tarde para qué? El tiempo no lo mide el sol ni se lo lleva el viento.
Permítanme cerrar con esta Oración de Alaide Foppa
Dame, señor
un silencio profundo
y un denso velo
sobre la mirada.
Así seré un mundo
cerrado:
una isla oscura;
cavaré en mí misma dolorosamente
como en tierra dura
Y cuando me haya desangrado
ágil y clara será mi vida
Entonces, como río sonoro y transparente,
fluirá libremente
el canto encarcelado.

13/12/10

Libertad bajo palabra


Para recordar los 20 años del Nobel a Octavio Paz, uno de mis textos favoritos: "Libertad bajo palabra"


Allá, donde terminan las fronteras, los caminos se borran. Donde empieza el silencio. Avanzo lentamente y pueblo la noche de estrellas, de palabras, de la respiración de un agua remota que me espera donde comienza el alba.

Invento la víspera, la noche, el día siguiente que se levanta en su lecho de piedra y recorre con ojos límpidos un mundo penosamente soñado. Sostengo al árbol, a la nube, a la roca, al mar, presentimiento de dicha, invenciones que desfallecen y vacilan frente a la luz que disgrega.

Y luego la sierra árida, el caserío de adobe, la minuciosa realidad de un charco y un pirú estólido, de unos niños idiotas que me apedrean, de un pueblo rencoroso que me señala. Invento el terror, la esperanza, el mediodía -- padre de los delirios solares, de las falacias espejeantes, de las mujeres que castran a sus amantes de una hora.

Invento la quemadura y el aullido, la masturbación en las letrinas, las visiones en el muladar, la prisión, el piojo y el chancro, la pelea por la sopa, la delación, los animales viscosos, los contactos innobles, los interrogatorios nocturnos, el examen de conciencia, el juez, la víctima, el testigo. Tú eres esos tres. ¿A quién apelar ahora y con qué argucias destruir al que te acusa? Inútiles los memoriales, los ayes y los alegatos. Inútil tocar a puertas condenadas. No hay puertas, hay espejos. Inútil cerrar los ojos o volver entre los hombres: esta lucidez ya no me abandona. Romperé los espejos, haré trizas mi imagen, que cada mañana rehace piadosamente mi cómplice, mi delator. La soledad de la conciencia y la conciencia de la soledad, el día a pan y agua, la noche sin agua. Sequía, campo arrasado por un sol sin párpados, ojo atroz, oh conciencia, presente puro donde pasado y porvenir arden sin fulgor ni esperanza. Todo desemboca en esta eternidad que no desemboca.

Allá, donde los caminos se borran, donde acaba el silencio, invento la desesperación, la mente que me concibe, la mano que me dibuja, el ojo que me descubre. Invento al amigo que me inventa, mi semejante; y a la mujer, mi contrario: torre que corono de banderas, muralla que escalan mis espumas, ciudad devastada que renace lentamente bajo la dominación de mis ojos.

Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.


OCTAVIO PAZ

El abuelo


"El abuelo" es el cuento de Mario Vargas Llosa que prometimos en "En busca del cuento perdido", 13 de diciembre de 2010. Se publicó en Los jefes en 1958

http://foro.univision.com/t5/Literatura/quot-El-Abuelo-quot-Mario-Vargas-Llosa-Cuento/m-p/223765689

Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña encendida hacía rato, y bajo ellas sombras imprecisas que se deslizaban de un lado a otro, con las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya cenaban o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos.

Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaido y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo sorprendía en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?" Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los macizos de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin ser visto.

"¿Y si hubiera venido ya?", pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo hubieran despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado.

Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menos fuerte, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilindrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en circulo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos, cirios y velas de diversos tamaños. "Esta", dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo y extrajo el precioso paquete. La tenia envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.

A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo seria más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraidamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto lo divisó.

-"¡Deténgase!" -dijo, pero el chofer no le oyó-. "¡Deténgase! ¡Pare!".

Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengueta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo.
Dos días la tuvo oculta en un cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza; se diría que examinaba con devoción profunda y algo de pavor, los dibujos sangrientos y mágicos del circulo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado; podían sobrevenir complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos grises y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenia decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía súbitamente el palomar y causaba desasosiego entre los animalitos, mientras él, desde su ventana, observaba la escena con un catalejo.

Había imaginado que limpiar la calavera sería algo muy rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y era tal vez excremento por su aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una mina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que desapareciera la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza seria posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz; una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies, y él ni siquiera notaba que el aceite iba humedeciendo también el filo de sus puños y la manga de su saco. De pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club Nacional. El automóvil que ocupó en la Plaza San Martín lo dejó a la espalda de su casa, en Orrantia. Había anochecido. En la fría semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido.

En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxigeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado por las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo, todavía limpia.

La pérgola estaba a unos veinte metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano, de divisar al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más; extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre las piedras y colocar a ésta, como un obstáculo, en medio del sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida era justa, por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque sus palabras eran todavía incomprensibles, supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo; lo fulminó el nieto, chillando: "Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy". Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados.

¿Venia corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente lo que había imaginado, cuando una llamarada súbita creció entre sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por la nariz y por la boca. "Se ha prendido toda", exclamó maravillado. Había quedado inmóvil y repetía como un disco "fue el aceite, fue el aceite", estupefacto, embrujado ante la fascinante calavera enrollada por las llamas.

Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal atravesado por muchisimos venablos. El niño estaba ante él, las manos alargadas, los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenia los ojos y la boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta, independientemente, hacía unos extraños ruidos roncos. "Me ha visto, me ha visto", se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquella cabeza llameante. Sus ojos estaban inmovilizados con un terror profundo y eterno retratado en ellos. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de terror. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido más perfectos incluso que su plan, cuando sintió voces y pasos que venian y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero menos sincero que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

12/12/10

La mañana siguiente Cesare Pavese no pidió el desayuno


Buscando material sobre Cesare Pavese, encontré este poema de Juan Luis Panero:

Solo bajó del tren,
atravesó solo la ciudad desierta,
solo entró en el hotel vacío,
abrió su solitaria habitación
y escuchó con asombro el silencio.
Dicen que descolgó el teléfono
para llamar a alguien,
pero es falso, completamente falso.
No había nadie a quien llamar,
nadie vivía en la ciudad, nadie en el mundo.
Bebió el vaso, las pequeñas pastillas,
y esperó la llegada del sueño.
Con cierto miedo a su valor
-por vez primera había afirmado su existencia-
tal vez curioso, con cansado gesto,
sintió el peso de sus párpados caer.
Horas después -una extraña sonrisa dibujaba sus labios-
se anunció a sí mismo, tercamente,
la única certidumbre que al fin había adquirido:
jamás volvería a dormir solo en un cuarto de hotel.


En "Los trucos de la muerte" 1975

8/12/10

Darío Jaramillo


Tal como lo prometimos en el programa del 6 de diciembre de "En busca del cuento perdido", nos acercamos a la obra del poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo.

Selección de poemas: http://amediavoz.com/jaramilloDario.htm


De Poemas de amor 1986

1. Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo, ave o demonio
esa sombra de piedra que ha crecido en mi adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el melancólico y el
inmotivadamente alegre,
ese otro,
también te ama.

Dos joyas filmadas por mujeres

 En los días en que estuve a media máquina vi dos joyas filmadas por mujeres:  - "Atlantics", película franco senegalesa de Mati D...