8/4/14

9 de abril



A fines de mayo de 2006 hice el viaje más difícil de mi vida. A Buenos Aires. A mamá iban a operarla para sacarle un pequeño quiste y nos había pedido a los cuatro hijos que estuviéramos acompañándola. Si la distancia siempre es un horror, se vuelve intolerable cuando le pasa algo a nuestra gente querida. Así que volé en el primer avión que encontré, sin imaginar que mi vida iba a cambiar para siempre. El resultado de la biopsia fue implacable: en realidad el quiste era la metástasis de un cáncer contra el cual no se podía hacer ya nada.
La mayor parte de ustedes no conoció a mi mamá, por eso no saben que era una mujer alegre, sonriente, optimista. Y en realidad no dejó de serlo hasta el último minuto de su vida, dos meses después de que recibiéramos el brutal diagnóstico. Sus fantasmas interiores no aparecían en la vida cotidiana sino en las esculturas fuertes, desgarradas y maravillosas que hacía en madera, tan suaves que daban ganas de acariciarlas. Allí sí aparecían la dictadura, la violencia, los cuerpos de mujeres asesinadas, su compromiso con los derechos humanos, con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Cuando a los sesenta y tantos años ya no pudo seguir tallando, se volcó hacia la pintura, y dejando de lado los fantasmas, fue los suyos cuadros luminosos, de colores brillantes. ¿De dónde sacaba tanta alegría?
Incluso en esos últimos dos meses fue la mujer sonriente y generosa de siempre. Quería que estuviéramos junto a ella todo el tiempo; y nosotros no queríamos separarnos ni un instante. Le compramos un sillón muy cómodo en el que podía estar casi acostada y se instaló en la sala (el “living”, como bien explica Mafalda) durante día y noche para no perderse nada de la dinámica familiar: mi hija, nosotros, nuestras parejas, los amigos más cercanos, mi papá, los primos… todos hicimos de la casa la fiesta de voces, charlas y complicidades que ella siempre amó. Su sueño fue tener una familia grande y ahí estábamos, convertidos en una familia enorme y solidaria. Por turnos nos íbamos a llorar al cuarto de al lado porque todos sabíamos (¿lo sabía también ella?) que ésa era la despedida. Seguíamos brindando por la vida. “Lejaim” (“por la vida”) nos enseñó a decir, como brindaban en idisch nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos.
Uno de esos días le pedí que me cantara algunas de las canciones rusas que cantaba cuando era chica. Sus padres habían nacido en Odesa y en Minsk, y aunque se sentían porteños de pura cepa, hablaban idsich y ruso, como tantos otros. La grabé. Tengo largos minutos de su voz y sus canciones. Nunca he podido ve esos videos. Quizás algún día pueda hacerlo. Quizás se los herede a mis nietos antes de encontrar la fuerza necesaria para verlos. Pero ahí están y me hace feliz tenerlos. Son una suerte de talismán contra el pánico que me da olvidarme de su voz.

Había nacido el 9 de abril de 1937. Hace 77 años.

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